viernes, 17 de septiembre de 2010

Sobre la "opinion pública"

La opinión pública es una ficción. Es cierto que las personas que conforman una sociedad determinada tienen una opinión, pero esta opinión no es un todo homogéneo. Hablar de la opinión que tiene una sociedad es estúpido, escandaloso, es incurrir en un reduccionismo abstracto que esquematiza, ordena todo un caos de opiniones (tantas como personas haya) y polariza, encuadra, segmenta. Por eso decimos que hablar de “opinión publica” es una ficción. Discutir luego la utilidad de esa ficción o, si se quiere, su valor como recurso epistemológico, es otra cuestión, donde probablemente acordemos en que conceptualizar el desorden de las opiniones en un esquema que nos permita estudiar de algún modo una sociedad determinada, no carece en absoluto de validez. Sin embargo aquí el tema es otro: evidenciar que la llamada “opinión pública” existe, como concepto, como ficción, pero existe y regula gran parte del entramado sociológico, económico y político. Negar la influencia de este concepto y su asimilación inmediata como reflejo de una supuesta opinión popular homogénea, es negar la trama que teje la información, los medios de prensa, el discurso político, histórico, sociológico, económico, y todo discurso que apunte a realizar un estudio social de pretensiones no excesivamente restringidas.
Pensemos en los programas de televisión abocados a la discusión política. ¿Acaso estos no asumen que existe un cuerpo social, matizado por supuesto, pero inclinado en su opinión hacia grandes cuerpos de discursos, cada uno con sus respectivas filiaciones y oposiciones? Digámoslo de otro modo: El que realiza un análisis social ¿Puede acaso carecer de ese instrumento fundamental que es considerar que la sociedad se divide en escasos campos de opinión, cada uno de los cuales posee su propia fuerza material, su propia categorización moral, sus especificas amistades y enemistades, sus propias tramas de intereses, de ideologías, etc.? ¿Qué estudio social, por más pretensión de veracidad que posea, puede escapar a este reduccionismo inválido, ficcional, pero útil? ¿Puede acaso un análisis sustentarse, o pretender hacerlo y extraer conclusiones contundentes, considerando que existen tantas opiniones distintas como personas? Inevitablemente se hacen reduccionismo, inferencias, inductivismos. ¿Es posible negar que la encuesta del investigador posee en la matriz indispensable de sus preguntas ya la polarización que se extraerá de sus respuestas? Si los estudios se dispusieran a considerar la heterogeneidad de las opiniones de las personas, cada encuesta debería ser una hoja en blanco donde el encuestado formulara sus propias preguntas y hablara de lo que quisiera. La pregunta: “¿Le parece a usted correcta la medida que ha tomado el gobierno respecto a X?” ¿No plantea ya una polarización? Sus respuestas se encuadrarán en dos grandes grupos opuestos ¿Cómo salvar el análisis sin caer en tales reduccionismos?
Entonces es totalmente legítimo objetar, desde una posición no comprometida con la evaluación rigurosa de los comportamientos sociales (pues en tal caso la cuestión pasaría a ser de qué otro modo es posible estudiar la sociedad: vieja discusión epistemológica), que tales procederes incurren inevitablemente en el error de ofrecer resultados y sentencias que no reflejan plenamente el comportamiento (o la ideología detrás del comportamiento) de un grupo social sino vistos a través de un caleidoscopio polarizador. Ahora bien, estemos de acuerdo en eso: protestemos y digamos que esa visión está errada, que produce resultados imprecisos pues parte de un objeto imprecisamente delimitado. Pero este no el mayor problema. Volvamos al ejemplo primario sobre los programas de televisión. Si un análisis político realizado desde la pantalla del televisor no puede escapar a este tipo de reduccionismo cuando emite un juicio, cuando cataloga, cuando habla de “lo que quiere la gente”, cuando refiere a un grupo político determinado, cuando juzga un evento social, cuando ataca o defiende a un personaje, entonces, ¿qué es lo que ese análisis (repitan “mal hecho” cuanto gusten) genera en el televidente? Y no olvidemos que ese proceder no es solo el de ese análisis en ese programa de televisión, es también el de cualquier noticia, porque supone una moral determinada (y las morales manejan matices, pero recordemos que todo matiz lo es en referencia a dos extremos), es el de los medios gráficos, es el de la crítica de medios, es el de la crítica de la crítica de medios, etc. Repitamos la pregunta anterior: ¿Qué influencia tiene esta actitud en el receptor (pasivo, activo, hemos dicho antes que asumimos que cada receptor tiene una opinión distinta a la de todos los demás receptores)? ¿No condiciona de algún modo esta actitud a aquel que recibe la noticia haciendo que la polarización se cuele en la noticia misma como parte de ella? ¿No hay en toda noticia (subjetivada), en toda crítica, una moral que ofrece héroes, mártires y villanos? Y ahora cuestionémosnos algo más sencillo aun ¿No conviene a los intereses que ofrecen una noticia plantearla en estos términos? Bien.
De cualquier modo, lo más fundamental a tener en cuenta es que la realidad termina siendo condicionada por su propia imagen mercantilizada. La visión que una persona acaba por tener, la visión que una persona acaba por considerar válida, regulativa, paramétrica e interpretativa de las iniciativas políticas y sociales, es esta visión polarizada. Porque ¿Qué hace la crítica de medios? Cambia los roles de héroes, mártires y villanos, los permuta, pero no los elimina. ¿Por qué? Porque al fin y al cabo, la matriz que sustenta esos roles es la matriz que, de algún modo, se encuentra ya en las personas para recibir una noticia. Porque la moral es lo primario, luego vendrá la inteligencia a tratar de legitimarla. La polarización es una circularidad que comienza en los televidentes y estos reciben nuevamente, ya maleada, ya forzada, de los emisores de la información.
Todo contenido requiere de una forma para poder ser, y la forma de la opinión es la moral.



sábado, 6 de marzo de 2010

Encomio de los pequeños pasos

El fatalismo, la negación apriorística de la actualidad política como paradigma de la decadencia o el terror, la hiperbolizacion de cualquier error, infortunio o desliz involuntario del sector dirigente, y su postulación como ejemplo de la supuesta equivocación constante o de la lisa y llana “mala fe”, son algunas de las actitudes que redundan en el despotismo ideológico de la difamación a-critica y el escepticismo infundamentado. Caer en esa veta del pensamiento político solo puede responder a dos actitudes: su exposición en representación de intereses (de clase, de partido, de orientación ideológica) contrapuesto al oficialismo, o su adopción como mero criticismo lúdico y desprovisto de todo carácter reflexivo racional.
El presente político argentino, como momento histórico particular y controvertido, merece un análisis cuidadoso. Jamás la disertación política estará desideologizada. Afortunadamente. Sin embargo, quien se proponga realizar el estudio de manera interesada, paciente, critica, y sopesando ventajas y desventajas con total impunidad, podrá alcanzar cierto margen de exposición objetiva que, como todo hecho, como todo factum, solo adquirirá sentido cuando sea mediado por alguna interpretación.
Digamos una verdad: El peronismo es, ante todo, una corriente y un proceso complejos. No se puede hablar de peronismo seriamente y hacerlo con liviandad, desde el mismo momento en que la dinámica histórica del peronismo se trasluce en un concepto que da vueltas, se retuerce, gira sobre sí mismo y se nos aparece con otra imagen. El peronismo es muchas cosas, varias de las cuales son entre sí contradictorias. Se deja sentada aquí tal interpretación de modo que el lector sepa que quien escribe no pasa por alto las dificultades teóricas que existen para hablar de un asunto que es, quizás, el más políticamente controvertido de la historia argentina.
Pero de lo que aquí se quiere hablar no es de peronismo ni de sus reveses historiográficos. Aquí se quiere hablar del oficialismo y de sus posibilidades de andar, o seguir andando a los trancos en un terreno que le es áspero y hostil.
Decir que el gobierno actual es peronista es decir mucho y no decir nada, pero es, ante todo, decir que cuenta con enemigos naturales. Las generalizaciones apresuradas son en Argentina una de las costumbres folklóricas más impregnadas: Si tenes simpatía por la gestión de Cristina sos peronista. Eso es hablar con ignorancia e ingenuidad. Pero bien ¿A que apunta tal ofensiva, tal calificativo inmediato? A la destrucción de todo análisis crítico de la situación. Apoyas a los “K”, luego sos peronista. Sos peronista, luego, el 50 % de los argentinos, los llamados irracionalmente “anti-peronistas”, te odian. Sos peronista pero apoyas a los “K”, luego, el “peronismo disidente” (otro 25 %) te odia. Te odian. ¿Por qué? Porque sos un peronista “K”. ¿Importa si vos afirmas que no sos ni peronista ni “K”, y que en lugar de adoptar el dogmatismo generalizante de una estructura, no juzgas a priori y tenes tus razones no-dogmaticas, no “¡Perón, Perón!” para pensar lo que pensas y apoyar a quien apoyas? No, no importa. Sos un peronista “K”, por lo tanto, raza execrable y erradicable de la faz de este suelo patrio enmohecido de subversión setentista.
Esto es cierto, y lo trágico, o lo ridículo, es que todos estos juicios que califican y descalifican rápidamente al otro, son emitidos por quienes deberían pensar y meditar las cosas. Quienes representan a los partidos, a las facciones son aquellos que enarbolan la bandera del juicio inmediato, de la desaprobación por rótulo. Son ellos quienes crean el juicio, y luego el resto, todo el resto, traga y escupe lo mismo deglutido y depurado de lo poco que quedaba de razón en ello. Pero no es el tema aquí echar culpas ni transitar el largo discurso que desenmascara a los formadores de opinión, a los revanchistas, a los fanáticos, y a los desinformadores. En este espacio solo se pretende reducir al mínimo todos los escrúpulos partidarios y dejar que hable esa voz, que nadie escucha porque todos se quedan en captar de donde viene (cuando en verdad no viene de ningún lugar conocido), desde donde dice lo que dice, y se pierden el contenido, con el que se puede estar o no de acuerdo, pero que de uno u otro modo, escuchando, pensando, nos ayuda a obtener los argumentos y la posibilidad de pensar los contra-argumentos, pero principalmente la posibilidad de pensar, y de dejar de lado el odio irracional para dar sitio a la discusión que, inequívocamente, mal o bien, construye; siempre.
Esta voz dice: “Yo no soy peronista. Yo no soy Kirchnerista (no me gusta decir “K”, remite a una jerga ideologizada, y precisamente a una ideología con la que no simpatizo). Soy argentino. Soy de clase media. Estudio y trabajo. No me gusta la violencia, de ningún tipo, y no creo en la venganza ni en las revanchas. Simpatizo, si, con ciertas ideas socialistas. En un sentido quizás laxo: Creo que todos merecemos vivir bien teniendo los recursos naturales para hacerlo, y me fastidia, me atormenta que muchos vivan como reyes en el siglo XXI mientras las clases que mueren de hambre, que germinan en la indigencia se mantienen en la misma impertérrita condición. Y así como creo esto, creo que todos los que puedan llamarse con honor hombres, piensan lo mismo, porque no pensarlo es atentar contra el género humano, es decir, contra sí mismos. Y tal actitud es con poco estúpida.
Leo los diarios y me mantengo informado, asimismo leo aquellas cosas que considero contribuyen a mi formación crítica y política. Me formo a voluntad. Es un gusto que tengo. Hablo de política, bastante. Discuto y me peleo, es cierto, pero de toda discusión enérgica extraigo algo, al menos nuevos argumentos que aparecen al conocer los argumentos de mi interlocutor. Considero que tal tarea es constructiva, y lamento que muchos de lo que tienen, además del pensamiento y la formación para discutir, las herramientas para transformar, no puedan observarla del mismo modo.
Sin embargo, aunque me mantengo en lo posible desinfluenciado y como un observador critico y desconfiado, no gozo del dañino esceptisismo que devasta por completo el pensamiento reflexivo y cuestionador. Creo en muchas cosas porque no creer en nada no puede concluir más que en el desprecio por la sociedad entera y en su condena irreversible a la destrucción. No lo descarto como posibilidad, pero pensar en eso quita sentido a mi existencia.
Ahora bien, yo apoyo el gobierno de Cristina Fernández desde mi humilde lugar. Apoyo y creo en una dinámica que no tiene como fin el peronismo, pero en la cual, un gobierno como el actual es sin duda un paso importante de progreso. Aborrezco a la derecha. Pienso que la derecha que se gesta hoy no tendría problema en generar un clima de desprecio por la administración pública y regresar al liberalismo que fue nuestra caja de Pandora. Pienso que la derecha no tendría problema en reprimir hasta límites obscenos a cualquier manifestación de “cabecitas negras”. Sin duda no habría manifestaciones del agro porque todos los muchachos estarían contentos con una porción generosa de la torta. La derecha haría que los pobres estén más pobres y los ricos más ricos, y si, habría la misma o más delincuencia que ahora, a no ser que la represión sea tan cruenta que de un golpe maten a todos los “negros”. No me extrañaría que conceptos como “estado de sitio” o “toque de queda” regresen a nuestro vocabulario cotidiano. No me extrañaría que el desempleo se vaya por las nubes, que aumente la mortalidad infantil y la desnutrición. No me extrañaría que hablar de servicios públicos se vuelva un anacronismo. No me extrañaría que se reduzcan los presupuestos de la educación, la salud, que se aniquilen los subsidios, que encontremos a viejos amigos en el norte y nos demos la mano con los organismos de crédito mientras nuestras reservas son engullidas por los Macri, los Duhalde, y cía. y la deuda se paga con mas deuda o con la reducción del presupuesto nacional. Tampoco confío en que se disuelva la inflación, aunque les tendría fe a los muchachos en que logren reducir un poco los salarios, digo, para pagar la deuda o inaugurar unos cuantos “petit hotel”. Y tampoco dudo de que quizás nos estemos enterando de todo esto 10 años después, porque seguro que en el “diario de todos los argentinos” seguimos ganando la guerra de Malvinas.
No, no me gusta ni un ápice la derecha.
¿Por qué apoyo al oficialismo? Porque creo que se han tomado, por primera vez desde hace mucho tiempo, medidas que no tienen miedo de los demás poderes, los desafían, y se hacen en favor del pueblo, en favor de la gran masa de los argentinos. Retenciones, ley de medios, reforma política, asignación universal por hijo, fuerte política de derechos humanos, etc. Podría decirse también que es un gobierno que nacionaliza, y la nación somos todos. Las empresas privadas son el otro. El otro que no tiene ningún miramiento sobre nosotros. La empresa privada solo observa la ganancia, el servicio público observa el bien común. Esto no se da en este curso simplemente porque la burocratización y la ineficiencia (en gran parte proyectada por los mismos empleados públicos que se sienten más permitidos trabajando para el estado y no cumplen su tarea como debieran. Es como en las escuelas: Si trabajas en una privada cuidate porque si te tienen que despedir te despiden, sin ningún problema, pero eso sí, hace lo que la escuela te dice y no lo discutas. En cambio en la pública para despedirte tenes haber matado a un pibe) entorpecen la realidad significante del Estado: El Estado somos todos para todos, es nuestro momento de unión, nuestro momentos de unidad. En cuanto hay quienes desprestigian lo “publico”, quienes lo pisotean, lo minusvaloran, lo rechazan, la unidad se pierde y solo quedan aquellos cuya única alternativa es aferrarse a lo público, ya sea por principios o por carencia de medios para acceder a lo privado. Y los que sabotean lo público son más o menos los mismos que lucran con lo privado, y como siempre, los que se creen el discurso de esos y se vuelven la típica clase media argentina: involuntariamente golpista, involuntariamente neoliberal, burguesa, y, como rasgo distintivo por antonomasia, involuntariamente elitista, elite a la cual no pertenece. Desgraciadamente el “virus clase media” se propaga rápidamente y se pueden observar engendros tan extraños como el tipo que vive en una casilla, con todas sus posibilidades limitadas y vota a un candidato de derecha. En fin: lamentablemente Argentina.
Es por esto que el gobierno de Cristina merece el apoyo de todo aquel que se crea progresista o crea en la esperanza de una patria justa, de un mundo justo, de todo aquel que crea en el horizonte de la frase ya célebre de Eduardo Galeano: la igualdad, la utopía. La utopía es tal porque se encuentra tan demasiado lejos que nos es imposible pensarla como un lugar real, accesible. Queda por ello siempre relegada al margen de un topos onírico, una esperanza irrealizable. Un sueño. Pero eso es así porque jamás logramos acercárnosle. Siempre estamos igual de lejos. Cambiamos, cambiamos lampedusianamente, porque al fin, siempre seguimos igual. No nos acercamos. La violencia no sirve, la revolución armada no sirve, la lucha desquiciada y el intento de convencer al otro son alternativas que, más allá de ser caducas, están mal. El otro no tiene que ser un objeto al cual nosotros transformamos aprovechando su pasividad, porque eso solo es útil para que ese otro nos sirva como una herramienta, como un objeto, no como una persona. Y esta estrategia nos niega asimismo a nosotros como sujeto ideológico. ¿Tanto hablamos de revolución, de igualdad, y en definitiva ponemos al otro en ese miserable lugar de ser madera para nuestro cincel? ¿Acaso no éramos iguales? ¿O el otro solo es igual a nosotros si piensa lo que nosotros pensamos porque lo convencimos de ello? Nuestro lugar, el lugar del “revolucionario”, el lugar del “progre” (salvando las distancias entre ambas radicalidades, en esta lucha lo primero es concertar la unión, buscar las similitudes y no las diferencias como ha hecho siempre la izquierda mundial) es ayudar al otro a pensar. No con la soberbia de creer que nuestro pensamiento es el correcto. No hay tales pensamientos. Sino con la certeza de que nuestro nivel de análisis, nuestra capacidad crítica es mayor que la de muchos, a los que debemos secundar, incitar, y menor que la de otros tantos, de quienes debemos recibir formación y con quienes debemos discutir para aprender. Nuestro lugar, ya sea ayudando o recibiendo la ayuda, nunca debe ser pasivo.
Y en todo esto, si uno no piensa ya en luchas armadas y demás, el papel del gobierno de Cristina es fundamental: es un paso hacia delante. No es la derecha. No es la burguesía neoliberal. No es el peronismo reaccionario. Es una alternativa que apunta hacia un sitio más justo. Si, apunta, y cuando dispara se queda corta, muy corta, pero al menos avanzamos un poco. ¿Por qué entonces apoyar a este gobierno y no a otros que podrían disparar y llegar más lejos? Porque es dudoso que existan quienes puedan hacer eso en este país, cuando se ve a un Pino Solanas que lo único que hace es dar argumentos a una derecha que se va engrosando con opiniones de todos lados mientras él, y la clase que supuestamente representa no obtendrá nada de productivo (que si lo obtiene en definitiva deja de ser progre, pues sus principios se desbarrancan automáticamente); o se ve a un PO que sigue mirando al horizonte distante con la intención de pegar un salto y llegar a él en un movimiento; O a cualquier otra agrupación de supuesta izquierda donde sus participantes son igual de corruptos, igual de necios que quienes son hoy la oposición mas evidente. El oficialismo es, entonces, una fuerza que ejerce el poder con autoridad, que se encarga de juzgar a la siempre amenazante clase golpista, que contesta, que dice, que no se guarda, que es a veces dura (y petulante dirá la oposición), en definitiva: que ostenta el poder como debe hacerlo. Pero también es una fuerza que progresa, que se aleja de la derecha, que habla con Chávez, con Lula, con Evo, con Correa, que, lo que no es menor, tiene discursos potentes que recuerdan un poco a algunas palabras de Evita (que eran, muchas, palabras que no tenían porque discurrir necesariamente en el ámbito peronista, eran palabras que se podían haber situado bajo el aliento de cualquier persona de bien que quisiera la igualdad social), discursos que se ponen a disposición de un pueblo, con y para él, aunque el pueblo, distintamente a otrora, no lo sepa hoy escuchar. Por esto es que el oficialismo debe oficializarse. El oficialismo, hoy, tiene la necesidad de que todo “progre” lo secunde para lograr vencer a sus enemigos. Para que desaparezca por fin la derecha y el fantasma de los noventa. La verdad real es esta: El Kirchnerismo es el único que puede vencer a nuestros peores fantasmas, porque tiene la fuerza y la ideología necesaria.
Pero bien, la cosa no acaba aquí. Es necesario pensar un hilo histórico posterior para evaluar este pensamiento, esta apología del oficialismo en toda su dimensión. ¿Qué pasa luego? Pensemos que lo dicho hasta aquí tenga la capacidad de contagiar a todos los corazones y el pueblo apoye el gobierno de Cristina. Entonces, el oficialismo se oficializa. Pero el oficialismo se quedaba corto en cuanto al alcance de la fuerza ideológica progresista, es progre hasta un límite no muy lejano. ¿Qué pasa con quienes lo apoyamos sabiendo que nuestro ideal llega mucho más lejos? Pues bien, ahora que han desaparecido los fantasmas, que el país se despobló de golpistas, que las privatizaciones no son más que un mal recuerdo, nuestro deber, como “revolucionarios” es oponernos al Kirchnerismo.
Dirán que el esquema (salvemos la noción, aquí se plantea un esquema, que tiene un fin, que se proyecta, y que considera el progreso constante, no es algo menor pensando que hoy escasea) es propio de una mente bipolar, esquizofrénica. Pues no, hace falta pensarlo un minuto y darse cuenta que es el único modo que tenemos, en la actualidad, de llegar a un estado mas evolucionado. Paso por paso. Apoyando todo progreso por mas mínimo que sea, pensando en que luego de que ese progreso de afirme, se haga statu quo, nuestro deber pasa a ser luchar contra él para superarlo. No es más que una dialéctica histórica, democrática y lenta. Pensando que quizás otros modos dialecticos no han funcionado o han querido dar saltos demasiado grandes llegando a cometer atrocidades. Hay que reconocer que “progresar” es avanzar en un sentido particular, orientado, ideológicamente positivo. Y para avanzar se puede correr, saltar o caminar. Quizás caminando, acostumbrándonos en un transito cansino hacia una meta ineludible, saboreando cada paso haciendo de la victoria una rutina, lleguemos mejor y más rápido que corriendo o saltando, pensando que intentando avanzar velozmente muchos se quedarán en el camino y, a fuerza de diversas pasiones, querrán sabotear nuestra empresa.
La teoría del paso hacia delante no es más que una propuesta, una idea, del modo en que el revolucionario debería encarar la propuesta del mundo contemporáneo. No estamos ya en el 17, tampoco en los 60 ni en los 70. Las estrategias, necesariamente tienen que cambiar, adaptarse a los nuevos suelos, a las nuevas fertilidades. Argentina tampoco es Venezuela ni Ecuador, mucho menos Bolivia. Argentina no es ni siquiera como Brasil. El peronismo sucedió acá. Ese fenómeno que aun nos entretiene o atormenta, que nos apasiona y nos provoca la discusión y la reflexión, esa cosa tan rara sucedió en Argentina. Y Buenos Aires, el centro político e ideológico de Argentina, es la ciudad que nunca se acostumbra a ser latinoamericana. Desde San Martin, la perla europea perdida en el Río de la Plata aun reniega de su equivoco destino. Por eso, por lo complejo del asunto, por la dificultad que tenemos para lograr el cambio positivo, el avance, por la rotunda inexperiencia histórica de no haber gozado jamás un gobierno socialista, nuestro país se merece probar pensar, de una vez, cual es su destino y cuál es la mejor forma de alcanzarlo. Y si ese destino no nos conviene, hacer todo por cambiarlo a nuestro gusto. Solo así, desprendiéndonos del odio, de las mascaras rotulantes que suscitan el desprecio inmotivado, de la petulancia, de la arrogancia injustificada, aceptando nuestras miserias y subsumiéndonos bajo la crítica constante, podremos superar toda una historia de piratas propios, de corrupción y manipulación descarada de las verdades patrias. Sepamos quienes son los malos en la historia y quienes nos pueden dar una mano para que, el día final, cuando la historia llegue a su superación máxima, el trofeo de la victoria sea de los buenos, de todos".

El instigador de brumas